Violeta de Noche

- Sinceramente, no tengo la menor duda: la coyuntura económica debe cambiar. Los inversores rusos esperan el momento para lanzarse en picado sobre la región. Y tus productos inmobiliarios están en el centro de la diana. Confía en mí, Álvaro. Dentro de pocos meses ganarás una fortuna. De todas formas, desde que te conozco, nunca te han ido mal los negocios. Reconoce que tienes un sexto sentido, o algo por el estilo. A mí, por lo menos, me trae suerte trabajar contigo. En todos los sentidos…

Mientras pronuncia las últimas palabras, el invitado lanza una mirada descarada hacia Violeta. Sus ojos deslizan del rostro al pecho de la joven, donde permanecen el tiempo suficiente para que la chica se sonroje, y descienden hacia la reluciente mesa de cristal hasta posarse en la botella de Chivas Regal doce años. No duda en servirse un buen vaso, que saborea lentamente, sin reparo.

- De acuerdo, Luis Alberto, no te lo niego. No me han ido mal las cosas de un tiempo a esta parte. Pero el dinero que te encomendé hace dos años es una suma muy elevada; y ahora me vienes con palabras bonitas. Resultados: quiero resultados. Se me está acabando la paciencia. Si no veo el color del dinero en menos de seis meses, debidamente multiplicado como prometiste, me veré obligado a reclamarte parte de la inversión… ¿Queda claro?

- Meridianamente claro. Antes de lo que imaginas verás el beneficio, amigo, no te impacientes… ¿Puedo fumar uno de tus famosos puritos?

- Claro, cógelo tú mismo, ya sabes dónde están. Pero no te diré cómo los consigo, serías capaz de denunciarme por contrabando, sinvergüenza. Y deja de una vez de mirar así a mi hija, joder. Violeta, no hace falta que te quedes con nosotros, ya veo que las finanzas no te interesan demasiado…

Menos mal. Ha aguantado toda la cena para complacer a su padre. Le molesta que la presente en sociedad como si fuese un trofeo. Como si pudiese remplazar a su madre. Le duele llenar un vacío. Vacío que se apodera de ella en cuanto se adentra en el mundo empresarial de la familia. Se despide amablemente, aliviada de perder de vista a ese joven pretencioso.

En la cocina, Florencia anda trajinando con los restos de la velada. Cuando ve llegar a la niña, le corta una porción de la tarta casera que ha hecho especialmente para ella. Violeta sonríe, le da un abrazo cariñoso y la felicita por la deliciosa cena. Se sienta a la mesa para degustar la tarta. Sabe que Florencia la mira con amor casi materno. A su lado, se siente más dichosa y liviana que en compañía de los elegantes y aburridos amigos de su padre.

Se levanta. Abre la nevera, saca el mejor queso, jamón ibérico y cuatro yogures griegos con trocitos de fresa. Corta una barra de pan fresco en cuatro. Unta el pan con tomate, añade aceite de oliva virgen y dispone cuidadosamente el queso y el jamón. Floren la ayuda a envolver los bocadillos en papel de aluminio. Los mete en una bolsa, junto a los yogures y las cucharitas de plástico. Violeta la mira a los ojos y junta las manos en señal de petición. Está bien, cómo te puedo negar nada, linda mía. También envuelve cuatro porciones de tarta de pera.

Sube las escaleras del espacioso dúplex. Al llegar a su habitación, se demora largo tiempo frente al ventanal. Le encanta observar la vegetación estudiada del Turó Park al borde de la noche, después de cerradas las puertas de acceso. La maleza oscura y el césped acariciado de luna le devuelven la sensación de extrañeza que tanto le fascina. Casi puede palpar la humedad nocturna de la naturaleza amansada por la voluntad del hombre. Más arriba, cogidas de la mano en círculos inclinados hacia el parque, se encienden las luces de los extraordinarios pisos de la zona. Titilan arañas de cristal, lámparas de diseño o neones camuflados en salones clásicos y habitaciones minimalistas. Como la suya.

Cierra las cortinas. Se desviste con celeridad. Rápidamente saca sus vaqueros deshilachados, una vieja camiseta y la chaqueta tejana. Se suelta el pelo y se calza las deportivas más cómodas que tiene: las Converse que se compró en el viaje a Alemania del año pasado. Mira el reloj: todavía le quedan diez minutos. Enciende el ordenador y busca su canción favorita. La pone a todo volumen. Se lanza a bailar sola, frenéticamente, como para sacudirse el tedio de la horrorosa velada. Vuela su cabello desenfrenado por la atmósfera electrizada.

Baja las escaleras precipitadamente, se despide de Florencia. Cogerás frío con esa ropa, linda mía. Un tierno beso como única respuesta. Sale por la puerta de servicio la bolsa de comida en mano, para no tener que cruzarse de nuevo con la hipócrita asamblea. Llama al ascensor. No puede evitar mirarse en el espejo, pero acto seguido baja la mirada, turbada e incluso abrumada: es verdaderamente muy hermosa. Sale a la calle, estremecida de frío. Camina unos pasos por la acera pero se topa de inmediato con un taxi que baja por Pau Casals.

Con el corazón bailando a la espera del encuentro, contempla los cuadros urbanos que recorta la ventanilla del coche. Calles barcelonesas irreconocibles y ausentes, vaciadas de las nerviosas multitudes que las insultan durante el día. De noche solo circulan las farolas por las pupilas excitadas de Violeta. Y algún que otro gato abandonado. Me puede dejar aquí mismo, por favor. Le gusta caminar unos pasos antes de la cita. Toda su vida ha deseado capturar el paraíso prolongando los momentos intensos, mimando los preparativos y almacenando la plenitud de los mismos, para recorrerlos más tarde con el recuerdo enamorado.

Bordea la estación de Sants hasta llegar a la parte trasera. Se dirige a la tapia que separa el aparcamiento de la zona urbana, no lejos de las marquesinas de los autobuses. Allí tienen montados sus refugios los pobladores del viento, como los llama Violeta, pues a pesar de la tapia, los cartones y las mantas, no deja nunca de soplar una corriente helada que la estremece por dentro. Florencia llevaba razón, tendría que haberse puesto un buen abrigo. Pero le entra tal apuro cada vez que se detiene a pensar la diferencia abismal que la separa de todos… Por ello insiste en presentarse cada viernes como una chica normal de barrio, una de tantas adolescentes soñadoras de la ciudad de Barcelona que solo pretenden mejorar el mundo. Y no como una asquerosa privilegiada. Mira, ya llega la furgoneta. La chica se detiene a contemplar a las hermanas.

Salen del vehículo por la puerta lateral. Apenas aparcada la furgoneta, bajan las cajas a la acera. Sin perder el tiempo, distribuyen vasos, platos y cubiertos de plástico al centenar de mendigos que esperaban su llegada, y que se sientan en grupitos de cinco como cada viernes. Violeta observa con admiración el afanoso pulular de las hermanas por entre los grupos, distribuyendo con eficacia bocatas, galletas y naranjas, vaciando termos de café con leche y chocolate, recogiendo sin demora los desperdicios. Reconoce enseguida a las tres novicias indias. Casi no hablan, y cuando lo hacen nadie comprende su inglés impermeable. Mejor se comunican por gestos y señas. Por ello Violeta se dirige sin dudar a la única española. Hola, hermana, déjeme ayudaros con todo esto. Pero la chica ya sabe que la hermana no quiere ni por asomo que una joven como ella se pasee entre grupos de hombres tan castigados por la vida. Por lo que pudiera pasar. Hola, compañera, qué bueno que vengas a colaborar en la faena. Mira, mejor siéntate allí al fondo, con la familia con la que estuviste la otra vez. Espera, que te traigo comida. No, hermana, no hace falta, he preparado alguna cosita…

¡Chicos, mirad quién ha venido! Los gemelos se abalanzan corriendo a los brazos de Violeta, que los acoge con inmenso cariño. ¿Qué nos has preparado? Déjame ver, déjame ver. Manitas furtivas penetran en la bolsa. ¡Evelio, Ismael! ¡Quieren comportarse! ¡Aquí sentados ahora mismo! No son maneras de tratar a la princesa. La princesa. Así la llaman desde hace cosa de tres semanas. Por mucho que la chica diga llamarse Violeta, para ellos es la princesa. No se preocupe, señora Leocadia, no me molesta en absoluto… ¿Cómo le ha ido la semana?

Antes de sentarse entre la madre y los gemelos de once años, tiene que hacer un esfuerzo titánico, vencer su repugnancia de niña rica que aflora siempre en los peores momentos. En un relámpago de hastío que no se le escapa a la madre, contempla las manchas de los cartones, los restos de comida sobre las mantas, y lo peor de todo, las trazas de pipí de perro en la superficie de la tapia sobre la que se apoyan. Intenta disimular la desagradable sensación mientras se sienta. Hace demasiado frío para rechazar la sucia manta que le tiende amablemente la madre. Se acurruca en ella con asco, sin dejar de pensar en la ducha que le espera al llegar a casa.

Leocadia se interesa por su vida, le pregunta por el curso escolar, sus amigas, los chicos… Una princesa como vos romperá muchos corazones, ¿no es cierto? No lo crea, Leocadia, bueno, no lo sé muy bien. La chica se sonroja. Yo solo intento ser buena persona. Y los chicos suelen ser tan vacíos… Solo les interesa mi cuerpo. Yo… aspiro a algo diferente en la vida, no lo sé… ¡Cuidado! Toda la familia se gira. El perro anda olisqueando la bolsa de comida, y ya tiene medio morro dentro. Uno de los gemelos lo aparta de un manotazo y Violeta se hace con la bolsa.

Cuando los niños dan el primer mordisco al bocadillo de queso y jamón ibérico, se relamen los labios para no dejar escapar una sola miga de pan. Miran agradecidos a la princesa que siente subir por las entrañas una felicidad tan intensa que se deja invadir por ensoñaciones maravillosas. La madre también da buena cuenta de la comida, momento que aprovecha Violeta para ir a buscar tres vasos de chocolate caliente, platos y cubiertos. Algunos hombres no pueden evitar comentarios a su paso.

Desenvuelve cuidadosamente las porciones de tarta de pera que deposita en los platos. No puede resistir a la tentación de servirse una ella también. Es casera, recién hecha esta tarde por una amiga de la familia. Es colombiana como usted: se llama Florencia. Ay, princesita, que ya empiezo a conocerte, no hace falta que nos escondas que la señora Florencia trabaja para tu familia. No te avergüences por ello, no sientas ninguna culpa. Las cosas vienen así dadas. Nadie tiene la culpa de nacer donde nace. Cada quien puede hacer mucho bien en el lugar donde Dios lo ha colocado.

Violeta la mira agradecida. No le miento, Leocadia. Es cierto que Florencia trabaja para nosotros, pero desde hace tanto tiempo que la considero como una madre. Verá, mi padre piensa en el dinero… y nada más. Alguien tiene que ocuparse de la casa. ¿Qué le parece la tarta? Ah, pequeña… ¡colombiana tenía que ser! no había probado nada igual en años. Pero cuéntame, ¿qué te preocupa tanto?

Los gemelos descubren los yogures griegos, y aprovechan la conversación de los adultos para acabar con ellos. No habían probado bocado desde la mañana. Se comportan como cachorros de león hambrientos. De común acuerdo se reparten el cuarto bocadillo, que esconden entre las mantas para el desayuno.
Ando totalmente desorientada. Desilusionada. ¿A tu edad, Violeta? Desgraciadamente sí, madrecita. La semana que viene se celebra mi puesta de largo. Cumplo dieciocho años. Mi padre ha organizado una fiesta en el Club de Polo. No se da cuenta: muy pocas personas pueden permitirse ese lujo. Mis amigas llevan semanas pensando en el vestido de noche. Habrá DJ contratado y servicio de catering. En el Colegio Alemán no se habla de otra cosa… ¡Ahora comprendo esa carita pecosa y esos ojos tan claros! ¿Tu mamá era alemana, verdad? Sí, de Colonia, ella fue quien me transmitió la fe, antes de morir.
Leocadia, se lo suplico: escúcheme bien. Por favor.

Experimento a diario una sensación de insatisfacción extrema con la vida que llevo. Un pozo que crece dentro de mí a medida que pasa el tiempo, un pozo que nada logra llenar, porque no encuentro la fuente. Siento una sed que me tortura las entrañas, pero no hallo el agua que la pueda calmar. El pozo sigue creciendo hacia adentro, y me invade el vacío existencial. Me repugna el tipo de vida que me hacen llevar… Sí, no me mire así, ya sé que es un insulto que diga esto en su presencia, claro que me doy cuenta de la suerte que tengo, pero usted ignora por completo lo que supone tener un padre cínico que te organiza la vida sin escucharte nunca un solo segundo de tu vida, un padre que jamás se detiene a preguntarte cómo te encuentras, cómo te sientes o en qué andas pensando, sino solo las notas y la partitura teledirigida de tu futura vida burguesa. Y de si cómprate ropa elegante, y cuando te saques el carnet tendrás tu primer Aston Martin, porque el Porsche es demasiado masculino, y ya verás cómo conoces a un joven apuesto y de buena familia en la Universidad, y… ¡Mierda de ropa y de Porsche y de Universidad! ¡Mierda de joven apuesto y de vida burguesa y de empresa familiar! ¡Mierda de todo y de padre, sí, sobre todo de padre: irónico, cínico y superficial!
De repente enmudece. Pálida enmudece. Asustada, sorprendida, liberada. Lo lamento. No acostumbro a ser tan malhablada. Tiene las pupilas dilatadas de vacío. Se despide como puede. Antes de subir al taxi, contempla de lejos el parpadeo de un mundo anhelado que se le resiste.

Ahora sí que la ciudad se desprende de su alma, como se desprende la corteza de las penas de Violeta. En pocos minutos el vehículo salva la distancia entre dos mundos separados por la invisible muralla del privilegio. Pero ella ya no logra restablecer la conexión. El vínculo interior se desintegra. El esquife se hunde y aflora, se hunde y aflora, y ya no sabe cómo navegar. Entre dos aguas. Entre dos voces que asedian el recinto de su conciencia. El grito ensordecedor de los placeres alucinantes de la fortuna paterna: vertiginosa caricia de lujos irresistibles en clave de sensualidad femenina. Y el inefable susurro amoroso de una voz profunda y verdadera que le ofrece la plenitud extrema a cambio de renunciar a la mentira de la herencia. Batalla insostenible en los campos todavía algodonosos de una chica tan joven.

Sube por las escaleras para no molestar a los vecinos. Y por otra razón. Introduce sigilosamente la llave en la cerradura. Ojalá se haya terminado ya la pantomima de la cena. Ojalá se encuentre con el silencio de una casa dormida. Bien. Ni siquiera enciende el recibidor. Camina despacio. Cruza aliviada el espacioso salón… ¿¡Papá!? Qué susto me has dado… Entonces sí que se enciende una luz. Pero de fondo y velada por una pantalla de diseño. Sentado en su butaca de piel. Te estaba esperando. La insultante autoridad de siempre. ¿Dónde te crees que vas con esos andrajos? ¿No te doy suficiente dinero para ropa? Sí papá. Ignoro con qué clase de gentuza sales por la noche, pero esto se ha terminado, ¿me has entendido? Sí papá. Antes de subir a tu cuarto, me vas a decir de una vez qué piensas hacer con tu vida. No lo sé, papá. Se le acelera la esperanza… En realidad, me han admitido a una prueba de tres meses este verano en una casa de acogida de toxicómanos en el suburbio norte de Liverpool, una casa de las Misioneras de la Caridad… ¿Las misioneras de qué? Las hermanas de Madre Teresa de Calcuta. Ellas… entregan su vida a las causas más desesperadas. Recogen los desperdicios de la sociedad: personas leprosas, con sida, madres solteras en la miseria, y les dan un hogar, las cuidan y las aman, es maravilloso, papá…

-No volverás a reunirte nunca jamás con esa gentuza. No puedo soportar que seas tan ingenua. Pareces tonta. Esos indeseables de los que me hablas tienen lo que se merecen. Que se busquen la vida. Se acabaron para siempre tus aventuras, tus ilusiones, tus sueños… A ver si maduras, Violeta. Ya sabes que puedo ser implacable cuando me llevas la contraria. Es mi última palabra. Mañana me acompañarás al Club de Polo. Falta completar la lista de invitados para tu puesta de largo. El lunes iremos a Esade. He solicitado tu admisión para el curso que viene. No tendrás problema: el director me debe muchos favores. Y este verano organizaremos juntos una estancia lingüística en Estados Unidos. Luis Alberto me ha hablado de una selecta universidad de la Costa Este, a las afueras de Boston: se llama Wellesley College. Lamento decir que tu madre se sentiría profundamente decepcionada si pudiese comprobar con sus propios ojos la gitana irresponsable en que se ha convertido su hija.

Es muy doloroso sentirse tan humillada. Llorar aniquilada bajo la ducha.

Jaime Homar

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